Sócrates y la necesidad de filosofar |
Tiempo promedio de lectura: 5 minutos Tomado de: ¿Filosofía para qué? De Ignacio Ellacuría
No fue Sócrates el primer filósofo, pero en él resplandece de forma singular qué es esto de verse precisado a filosofar. No voy a hacer aquí un estudio técnico de este problema, sino tan sólo voy a presentar sencillamente una serie de rasgos que caracterizan a este incómodo filósofo que pagó con su vida la imperiosa necesidad de filosofar. Sócrates vivió como ciudadano de Atenas en el siglo quinto antes de Cristo. Fue filósofo porque fue ciudadano, esto es porque fue político, porque se interesaba hasta el fondo por los problemas de su ciudad, de su Estado. Veía todas las cosas sub luce civitatis, a la luz del Estado, pero no de un Estado que caía por encima de los individuos, sino de un Estado sólo en el cual los hombres podían dar la medida de su plenitud. Los demás le tenían por sabio —el más sabio de los atenienses lo consideró el oráculo de Delfos—, pero él no se tenía por tal. Dos cosas caracterizaban su sabiduría: frente a los filósofos anteriores, juzgaba que el verdadero problema de la filosofía está en el hombre mismo, en el conocimiento que el hombre debe tener de sí mismo—"conócete a ti mismo"— y de todas las demás cosas sin las cuales el hombre no es ni puede ser sí mismo; frente a los que creían saber y estaban acríticamente instalados en su falso saber, sostenía que sólo sabe bien lo que cree saber el que se percata desde ese su saber que no sabe nada. Sócrates pensaba que sin saber y sin saberse a sí mismo, el hombre no es hombre, ni el ciudadano, el animal político que dirá más tarde Aristóteles, puede ser ciudadano. Quería saber, pero lo que buscaba en ese saber era hacerse a sí mismo y hacer a la ciudad. Su saber es, por lo tanto, un saber humano y un saber político, no sólo porque el objeto de ese saber sea el hombre y la ciudad, sino porque su objetivo eran la recta humanización y la recta politización. Según él, quien quiera humanizar y quien quiera politizar no puede dejar de saber y menos aún puede pensar que sabe cuándo realmente no sabe. Nace así su filosofar de una gran preocupación por lo que es el hombre y por lo que es la ciudad como morada del hombre; ahí están las raíces de su pensamiento y de ahí van a surgir los temas sobre los que va a reflexionar. No le importa tan sólo saber cómo son las cosas —el hombre, la ciudad y sus cosas, la cosa pública que dirán los romanos—, sino que las cosas sean, que las cosas lleguen a ser como todavía no son y que por no serlo son falsas e injustas. De ahí que su saber pretenda ser un saber crítico. Y lo es, tanto por su personal insatisfacción con lo que ya sabía y por su consiguiente búsqueda incesante, como por su constante confrontación con quienes se pensaban depositarios del verdadero saber y del verdadero interés de la ciudad sólo por la posición social o política que ocupaban. Lo primero lo llevó a un permanente combate consigo mismo; lo segundo a una batalla desigual con los poderosos de su tiempo. Tuvo que dejarlo todo y lo poco que le quedó —los últimos años quemados de su vida, las cenizas de su existencia— se lo arrebataron en nombre de los dioses y de las buenas costumbres de la ciudad. No pedía nada para sí; sólo la libertad de pensar y de decirle al mundo sus pensamientos. Era demasiado pedir, porque no hay ciudad que soporte la libertad del pensamiento, un pensamiento que para Sócrates no era libre por ser el suyo, sino por ser un pensamiento justo, un pensamiento que ponía la justicia por encima de toda otra consideración. Verdad, bondad, belleza y justicia eran para él indisolubles y por ellas luchaba como teórico y como político. No podía ni sabía hacer otra cosa. Un espíritu interior lo impulsaba. Tenía vocación. Filosofaba por vocación. Hasta tal punto que sostenía que una vida sin filosofar no merecía la pena, y por ello, cuando le pidieron que dejara de filosofar para poder seguir viviendo, prefirió tomar la cicuta de su condena a muerte. No quiso ni abandonar la ciudad, ni dejar de filosofar, las dos condiciones que le ponían para salvar su vida; eran dos cosas indisolubles para él; filosofaba en su ciudad y para su ciudad, vivía para filosofar, pues filosofar era su vida. Todo esto, además de su talento y de su compromiso moral y político, exigía técnica. No se filosofa sólo con buena voluntad. A él se le atribuyen los primeros pasos técnicos en busca de la definición y el concepto, por un lado, y de la inducción y la dialéctica, por el otro. Lo que les fallaba a sus oponentes era, a veces, la mala voluntad y su falsa posición, respecto de los intereses verdaderos de la ciudad —por eso ideologizaban, como veremos más tarde—; pero otras veces era falla de crítica sobre sus propios planteamientos, falta de horizonte mental sobre lo que es el saber y falta de método adecuado para evitar el error y la confusión. Si no es tan difícil encontrar deseos y necesidad de filosofar, sí lo es ponerse a ello metódicamente, equiparse de aquellos recursos que le ayuden a uno a sobrepasar la corteza de lo aparente. Querer saber, querer poseer un verdadero saber sobre el hombre y la ciudad —en definitiva, sobre sí mismo—; entender este saber cómo un saber crítico y operativo; hacerlo en afán de servicio, con desprendimiento y libertad; poner en ello la vida hasta las últimas consecuencias; hacerlo de una manera técnica que no rehúye el trabajo intelectual... tales son algunas de las características de este hombre, que fue conciencia crítica de su ciudad. Pensemos que le faltaron los veinticinco siglos de trabajo que lo separan de nosotros y no le pidamos lo que no pudo hacer, ni en método, ni en contenido. Pero él recompuso la trayectoria de la filosofía y dio paso a dos de los filósofos sistemáticos más importantes de la historia de la humanidad: Platón, en primer lugar, y tras él Aristóteles. Ellos fueron lo que son porque tuvieron un maestro que les puso en el buen camino. El ejemplo de Sócrates es así pauta para quienes sienten la necesidad del filosofar, para quienes ven la filosofía como una necesidad. Sócrates pensaba que, sin filosofía, el hombre y la ciudad no pueden llegar a conocerse a sí mismos y mucho menos a realizarse como debieran. Por eso, la filosofía es necesaria. La filosofía —cada día lo vemos mejor—no basta para ellos, pero sin la filosofía, la humanidad perdería una de sus grandes posibilidades de saberse y de realizarse adecuadamente. ¿En qué basa esta pretensión la filosofía? |